sábado, 13 de noviembre de 2010

Capítulo 1

Demasiado largo para mi gusto, pero es lo que ha salido. Ahí va:

Capítulo 1

When I was darkness at that time fueteru kuchibiru heya no tasumi de I cry…-Sonaba en mis oídos, tras mis cascos y yo lo repetía en apenas un murmuro mientras el papel del cigarro se consumía y mutaba en ceniza. Mis labios apenas se abrieron antes de callar y recibir el cigarro entre ellos. No miraba nada en concreto. O quizá sí, el humo, mientras la canción seguía sonando. Recordaba haber visto esa serie. Entonces sonreí. Recordé que cada vez que la veía salía a la calle esperando encontrarme con un mundo en el que cuando te falla un camino lloras un par de veces y al día siguiente encuentras otro que te hace feliz, al menos por un tiempo. Envidiaba a esos personajes de vida fácil.- Nobody can save me… I'm a broken rose... I wanna need your love…-Tarareaba por lo bajo de vez en cuando, escuchando con algo de vergüenza mi voz quebrarse. Desde luego, como cantante no me iba a ganar la vida, pero no se me daba mal, hay que ser realistas.
Cerré los ojos y respiré profundamente, echando la cabeza hacia atrás. Había logrado relajarme. Y entonces… Pam.
-   ¿Sabes la hora que es?- Mi madre había abierto la puerta sin ningún tipo de cuidado, haciendo un sonido brusco y molesto al tirar del manillar hacia abajo y volverlo a soltar para abrirlo.
Cuántas veces le habría dicho que abriese con más suavidad, que me molestaba. Pero ella no lo entendía. Quizá fuese la única a quien ese odioso sonido le pertubaba.
Con vagueza alzé mi brazo, señalando con el dedo índice el reloj de mesilla que tenía a un lado. Esa fue mi única respuesta.
-   Sí, yo ya sé qué hora es. Te he preguntado a ti. –Replicó con cierto retintín que logró ponerme enferma.
-   Si se la hora que es o no es algo de lo que no entiendo por qué tienes que preocuparte y… -Di media vuelta en mi silla de ruedas para encararme a ella.- Mucho menos ponerte así. –Dibujé media sonrisa, con chulería. Me apetecía desafiarla.
-   Vamos, apaga y acuéstate ya.
Entonces miré mi portátil encendido, me acababa de acordar de que estaba ahí. A pesar de ello, mi respuesta fue clara.
-   Acuéstate, mamá. Deja de levantarte cada puta noche a decirme lo que tengo y no tengo que hacer. Sigue durmiendo, pero no te levantes a hacer el payaso con esas pintas y esa cara de sobada mezclada con cualquier tipo trastorno serio.- Espeté con frialdad, sin quitarle los ojos de encima.
Ella abrió la boca muy levemente y se apresuró a acercarse. Pensé que iba a darme una, pero lo único que hizo fue meter la mano para apagar el ordenador. Le di un empujón en el brazo con el mío propio. De repente me hervía la sangre y ambas nos mirábamos como dos perros apunto de atacarse mutuamente. Unos instantes después se fue.
No aguantaba más esa situación. Incluso el cigarro me sabía a pura mierda después de amenazarla con pegárselo a la piel. Y no por ese motivo, sino porque ella lograba que todo a mi alrededor fuese una mierda. Desde siempre. Nunca habíamos congeniado. Ni siquiera cuando era una niña. Yo necesitaba libertad, algo que mis padres se negaban a darme. No les quería. Me habían traído al mundo, sí, pero ¿para qué? No tenía una vida mínimamente decente. Apenas podíamos llegar a fin de mes y mi padre era un puto alcohólico y solía zurrar a mi madre, pero ya no. Desde que le ponía los cuernos tenía algo mejor que hacer.
¿La típica historia en la que te apiadas de la desdichada protagonista? Es posible que suene así, pero realmente… De mi no se apiadaba nadie porque yo era una hija de puta.

Estaba sola en casa, mamá había ido a buscar trabajo aquella tarde. Llevaba todo el día mirando la tele y a veces me había quedado dormida de puro aburrimiento. En una de esas, desperté y miré el reloj de encima de la tele. Las siete y media. Sabía que los demás niños merendaban bastante antes de esa hora.Yo ni siquiera entonces. Mamá no se molestaba casi nunca, a menos que fuese mi cumpleaños o alguna fecha especial. Me ponía un bocadillo delante y luego se iba a buscar a papá al bar de abajo. ¿Estaría hoy ahí con él?
Muchas noches mi cena era un vaso de leche y alguna galleta. Me iba con hambre a la cama, pero no podía pensar en esto, no, Liss. No puedes ser tan mala hija. Papá y mamá te quieren.
Me levanté del sofá y fui pululando hasta el baño. Me puse de puntillas y me miré en el espejo. Entonces vi el pintalabios de mamá. Se lo había dejado abierto. Era de un color rojo muy fuerte, muy bonito. Lo cogí y lo estuve mirando varios segundos. Me miré en el espejo y empecé a pintarme los labios, saliéndome, cuando, de repente, se abrió la puerta de casa. Rápidamente tapé el pintalabios y lo dejé en su sitio, pero no me dio tiempo a limpiarme la boca cuando mamá entró por la puerta del baño. Me miró con una sonrisa y entonces yo sonreí, mostrando mis pequeños dientes blancos, con alguno manchado de carmín. Dos segundos después mi madre abrió la boca para hablar.
-   Con siete años y ya eres toda una puta ¿eh?
No entendí lo que mamá me dijo, pero entonces levantó la mano, me pegó un bofetón y me agarró del pelo, sacándome arrastras del baño para cerrar la puerta tras de sí, casi dándome en las narices. Estaba castigada sin cenar.
Me fui a mi cuarto y en mi cama lloré, lloré hasta quedarme dormida.

Desperté de ese flasback y me quedé mirando a mi madre, aún frente a mi. Probablemente aquella noche mi padre la pegó. La habría humillado públicamente, quizá. Ella lo pagó conmigo.
No era la única historia que podía contar sobre mi madre y su amor por su hija. De esas tenía miles enterradas en la memoria, enterradas aposta para poder aguantar un solo día más en esa puta casa. Tenía que saber ser convenida si quería sobrevivir en esa jungla de salvajes. Y así fue. Aprendí.
¿Alguien se pregunta por qué no me pegó mi madre esta vez? ¿Todavía creéis que soy una pobre miserable?

Hoy cumplía 16. Iba a ir con las chicas del parque a fumar y beber. Sí, había conocido a unas cuantas personas que merecían la pena, asique me arreglé para salir. Caminé por el salón, donde mi madre estaba pelando verduras. La hostia, era la primera vez que la veía hacer algo en dos semanas.
-   ¿A dónde vas? –Me preguntó sin siquiera darse la vuelta.
-   He quedado con mis amigas.- Dije con neutralidad. Se rió.
-   Ni que tú tuvieras de eso. No tienes dónde caerte muerta.
¿Se reía ella de mi? ¿Ella? Vamos, ahora mismo me estaban viniendo a la cabeza todas las veces que mi padre la forró a hostias delante de mí. Nunca había tenido cojones para dejarle. Nunca fue valiente y nunca lo llevó como una mujer. Se convirtió en un gusano. Él era un cabrón con ella y ella me jodía a mi. Siempre, absolutamente siempre. Has conseguido que te odie ¿lo sabes? Porque te odio a muerte.
-   Al contrario que tú, al menos yo tengo algo en esta vida.
-   ¿Tú? ¡Oh, vamos! –Se giró soltando una estruendosa carcajada.- Tú no tienes amigas. Dentro de dos días se darán cuenta de la mierda que eres y te dejarán. ¿Crees que van a estar ahí para ti? No, Liss. –Odiaba que me llamase así, como si realmente me quisera. Llámame por mi nombre al completo, puta. Es lo que eres.- Esas te dejarán en cuando tengan una polla que meterse entre las piernas. Tú ni siquiera puedes aspirar a eso.
Mi padre hizo mal. Hizo muy mal en que yo lo viera. Si al menos mi madre hubiese sido tal, las cosas hubiesen sido distintas, pero no. Aprendí muy bien. Aprendí de él.
-   ¿Y tú? Tú sólo tienes antiguas marcas de las hostias que te daba tu jodido marido. Ese que se tira a cualquier puta antes de tener que venir a casa a verte la cara de bruja mal follada que tienes.
Se levantó. Mientras, yo me encendí un cigarrillo. La miré. No había soltado el cuchillo, de hecho lo iba alzando despacio. Di una calada larga y cuando la tuve a una distancia suficientemente corta, clavé mi cigarro sobre su estómago, cubierto únicamente por una camiseta fina de propaganda, dada de sí. La quemé y ella se encogió, gritando de dolor. En ese momento aproveché para quitarle de la mano el cuchillo y se lo puse en el cuello, empujándola hacia atrás, estampándola contra la pared. Me puse delante suya y le dejé el filo del cuchillo rozándole su horrible papada.- Hay que ver… con los años te has vuelto una vaca. No solo por los cuernos, sino también por lo gorda y lo fofa que estás. ¿Cómo te va a querer nadie? Das asco. Hueles a sudor. Sólo comes y comes sin levantarte del puto sofá, sin estirarte un centímetro ni tan siquiera para coger el puto teléfono cuando suena, porque estás tan jodidamente sola en este mundo que sabes que sólo te reclaman los del marketing para que les compres algo o les contestes unas preguntas. Pero qué coño… Ya ni esos llaman, porque hasta ellos saben que tú no eres nadie. No eres nada más que una puta bruja intoxicada, muerta. Estás muerta por mucho que sigas respirando y roncando cada puta noche, ¿me oyes? –Apreté el cuchillo contra su cuello y lo deslicé suave, mirándola con una cara de pura diversión, de felicidad, de trastornada. La acojoné, lo vi en sus ojos. Nunca antes me había revelado contra ella. Nunca, pero algún día tenía que suceder. Yo había reprimido demasiado y ahora era la réplica de la bomba de Hiroshima. Gimió al sentir cómo una pequeña raja le escocía entre los pliegues de su grasiento cuello.- Y te juro que si me vuelves a tocar las pelotas una sola vez más, esto será una chiquillada en comparación con lo que te haga. Reza, reza y sobre todo, pórtate bien si no quieres estar muerta de verdad.- De forma brusca, me di media vuelta, llevándome conmigo el cuchillo y salí por la puerta de casa.
Esa tarde, al encontrarme con mis amigas, desprecié sus regalos. Les dije literalmente que se los metieran por el culo. Lo último que quería era compañía y esas sonrisas perfectas, me hacían reventar de puro odio. Yo quería tabaco, tabaco y mucho alcohol. Quería perder la conciencia. Por supuesto, al verme así, se negaron, sin salir de su asombro. Y ¿yo qué hice? Sacar el cuchillo. Una por una fueron dándome su dinero, todo el que llevaban encima y después huí con el mismo. Me piré. Anduve y anduve hasta llegar a la zona más solitaria del barrio, donde vendían todo tipo de drogas “legales” a los menores. Compré tabaco y dos botellas de alcohol. Me pillé el primer pedo de mi vida. En vez de odiar el alcohol por lo que hizo de mi padre, seguí sus pasos sin miedo. Me bebí media botella de Bacardi yo sola hasta no saber ni dónde estaba. Me quedé dormida en la calle y no me desperté hasta las cinco de la mañana. Hacía un frío que pelaba. Caminé hasta casa y al llegar me di cuenta de que no tenía las llaves, pero no sabía si me las había llevado o no la tarde anterior. De modo que al llegar a casa aporreé la puerta y grité hasta desgañitarme. La muy hija de puta no abría la puerta. Muy bien. Saqué del mi bolso el cuchillo y empecé a apuñalar con él la puerta, gritando, dando patadas y puñetazos a la misma. Finalmente, abrí un boquete suficientemente grande para poder abrir la puerta metiendo la mano. Entré, mi madre estaba lloriqueando en una esquina y salió despavorida hacia su cuarto, donde se encerró. Pasé de largo, no sin darle las buenas noches a mi madre a través de la puerta.

A la mañana siguiente o, más bien, tras unas horas, el despertador sonó en la habitación de al lado, perforándome los tímpanos. No sabía por qué últimamente estaba tan susceptible a cualquier sonido y más esa mañana, tras semejante borrachera.
Mientras seguía sonando, intenté buscarle una explicación. ¿Habría vuelto mi padre a casa? Oh, joder, la puerta. Me la había cargado como una puta psicópata, lo que no me hubiese importado de no ser porque eso me podría traer consecuencias. ¿Qué podía hacer?

Nada, no pude hacer nada porque al día siguiente mi padre llamó a la policía y los servicios sociales me llevaron a un reformatorio durante un par de meses. Al volver, mi madre creyó que había escarmentado, pero fue al contrario. Había aprendido de la verdadera chusma.
Sí, así empezó todo. Podía recordarlo como si fuera ayer, pero en verdad habían pasado tres años. Tres años y aún no había encontrado la mejor manera de escapar.
Seguía en ese mismo barrio, jugando a ser tan cabrona como mi padre. No sólo con mi madre, sino también con todo aquel a quien una vez llamé amigo. Nadie se atrevió a detenerme. Mis padres no me denunciaban porque cuando volví del reformatorio me convertí en su terror y sabían que las segundas partes nunca fueron buenas.
Crecí y me crecí, cada día quedaba más lejos el recuerdo de esa niña pequeña que procuraba ser buena con todo el mundo, incluso con quienes no lo eran con ella.
Cada día era más grande y certera la imagen de la joven delictiva incapaz de encontrar trabajo porque acababa zurrando a sus jefes y compañeros, o simplemente, no se subordinaba a ellos.
De niña yo había sido una flor. Ahora sólo era una rosa rota.

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